Mario Vargas Llosa, un buen escritor galardonado con el premio Nobel,
ha obtenido con sus novelas el reconocimiento general. Cosa muy
distinta, sin embargo, es que merezca un crédito similar como analista
político. En este otro papel ya no resulta ni brillante ni equilibrado
ni objetivo. Antes al contrario, hace gala de un sectarismo incompatible
con la finura en la descripción de personajes y situaciones, o con la
sobresaliente capacidad para escarbar en lo más profundo de la
naturaleza humana que le permitieron firmar obras esenciales del ‘boom’
de la literatura latinoamericana. El último ejemplo es su postura ante
las elecciones en Venezuela. Podría haberse limitado ser un patriarca de
las letras, respetado por todos, pero ya sea por mesianismo, convicción
radical o porque se ha embutido unas orejeras que solo le permiten
mirar en una dirección, se ha convertido en un patético paladín de lo
que él llama liberalismo, pero que recuerda a la derecha de toda la
vida.
En este su segundo y hoy más activo papel cae a veces en la
incongruencia. Un caso notable es el de la inquina hacia el fundador de
Wikileaks, Julian Assange, tal vez porque buscó la protección de una de
sus ‘bestias negras’, el presidente ecuatoriano Rafael Correa. El
escritor acusa al ‘hacker’ australiano que hizo públicos centenares de
miles de documentos confidenciales del Gobierno norteamericano de
dinamitar la legalidad y degradar y desnaturalizar la libertad. Se nota
que no ha caído en la cuenta de que la idea de que “no hay que confundir
la libertad con el libertinaje” tiene en España una connotación que
retrotrae a los tiempos del franquismo.
Para ser un liberal confeso, resulta sorprendente que ponga tanto el
énfasis en el peligro que han podido correr algunas fuentes de
información de las embajadas cuando se han hecho públicos sus nombres, o
que defienda con fervor el derecho de los gobiernos al secreto de sus
comunicaciones, sin ni siquiera recordar que algunos de estos secretos
son inconfesables y que hacerlos públicos podría considerarse también un
servicio público. No menos pasmoso es que, salvando las distancias (que
son enormes), no aprecie ninguna similitud entre la situación de
Assange y la peripecia vital de Roger Casement, protagonista de su obra
‘El sueño del celta’. Éste denunció las atrocidades genocidas cometidas
en Perú y el Congo, cuando gran parte del país africano era propiedad
personal del rey de los belgas Leopoldo. Por hacerlo fue perseguido y
difamado, se revelaron sus vicios ocultos y, finalmente, terminó en el
patíbulo como reo de alta traición por su apoyo al nacionalismo
irlandés.
En sus amores y sus odios, Vargas Llosa es visceral. No busca ni el
equilibrio ni la objetividad, lo que a la postre quita eficacia a su
mensaje, incapaz de convencer a nadie que no esté convencido de
antemano. Así, ha rozado el ridículo con el panegírico dedicado a
Esperanza Aguirre cuando ésta anunció su retirada de la política: Juana
de Arco del liberalismo; una pena que no llegase a presidenta porque,
con ella en la Moncloa, España jamás se habría visto sumida en esta
crisis; una dirigente con un enorme respeto por el trabajo creativo. Ahí
queda eso, para escándalo o regocijo sarcástico del reguero de víctimas
que la ‘lideresa’ ha ido dejando por el camino, como muestra de su
‘tolerancia’ con los discrepantes y su ‘aprecio’ por libertad de
expresión.
Y es que Aguirre tiene otra gran ‘virtud’, que abomina del régimen
cubano, como otro de los ídolos de Vargas, Rosa Díez, la líder de UPyD, a
la que pido desde ya disculpas por situarla, aunque sin pretender
compararlas, en la misma frase que a la ex presidenta de la Comunidad de
Madrid. El escritor hispano-peruano aprecia que ninguna de ellas caiga
en la “aberración ideológica” que supone que el régimen castrista
conserve aún cierta legitimidad moral entre algunos sectores de la
izquierda.
Pero si hay un caso en el que la fobia y el rechazo visceral del
autor de la extraordinaria ‘Conversación en la catedral’ se muestran de
forma más brutal y descarnada es en el de Venezuela, de cuyo régimen – y
sobre todo de su presidente – abomina, y no sólo porque sea el principal
apoyo político y económico de Cuba. El artículo (difundido entre otros
medios por El País) en el que mostraba su respaldo a Henrique
Capriles, algo a lo que por otra parte tenía perfecto derecho, era una
colección de disparates que le han dejado en evidencia. Daba por cierto
que el candidato opositor triunfaría por un amplio margen y se mostraba
convencido de que, si la ventaja no era demasiado clara, Chávez
manipularía los resultados para seguir en el poder de forma fraudulenta.
Según él, los pistoleros afines al régimen se preparaban para violentar
con las armas la voluntad democrática del pueblo venezolano.
Los más de nueve puntos de ventaja con los que el presidente ha sido
reelegido, y el reconocimiento de su derrota por el mismo Capriles, que
no ha cuestionado la legitimidad del proceso, dejan en ridículo y sin
argumentos a Vargas Llosa. El socialismo bolivariano de Chávez,
deslavazado con frecuencia en su expresión pero coherente en su
ejecución, disgusta a muchos Gobiernos, empezando por el de EE UU, y a
buena parte de sus compatriotas (el 44% que ha votado a Capriles).
Dentro de un marco de libre debate, se le pueden discutir sus logros y
magnificar sus fracasos. Sin embargo, tachar a este inclasificable
populista de constituir “la mayor amenaza” a la democratización y la
modernización en América Latina, o acusarle de haber destruido la
libertad y la convivencia pacífica de los venezolanos, pese a que es
presidente por la fuerza de los votos, es ir demasiado lejos, incluso
para un ‘apóstol del liberalismo’. Ignorar, como hace el escritor, los
resultados espectaculares de la gestión de Chávez en empleo, educación,
sanidad, aumento de la renta por habitante o reducción de la pobreza
resulta cuando menos tan absurdo como no reconocer su fracaso en la
lucha contra la extendida corrupción y la aterradora y creciente
inseguridad ciudadana. La falta de equilibrio, de sopesar pros y contras
es lo que descalifica a Vargas Llosa.
El escritor desliga a Capriles de cualquier parentesco con la vieja
clase política que llevó a la ruina y al caos a Perú, Colombia o la
propia Venezuela, donde Chávez la enterró, pero sus argumentos parecen
un intento de resucitarla. En un acto de fe, que no de análisis
objetivo, da por seguro que, más pronto que tarde, el candidato opositor
sucederá al presidente. Una de dos: porque le gane en las urnas la
próxima vez, o porque el cáncer que padece le mate o le obligue a
renunciar al cargo, algo que considera muy probable. “¿Alguien puede
dudar – se pregunta – de que si ese fuere el caso [y ante la ausencia de
un heredero claro], Capriles se impondría con un porcentaje todavía
mucho mayor que en éstas?”.
Remachaba así que, antes de los comicios, no albergaba dudas ni de la
derrota de Chávez, ni de que en cualquier caso se aferraría al poder.
Como profeta no tiene precio. Los hechos le han quitado la razón de
forma brutal. Es el riesgo de escribir con las tripas, de dejarse llevar
por lo que, si no es fanatismo, se le parece mucho. Algo que no se
podría disculpar pero sí entender en un mal político, pero nunca en un
intelectual que se precie, o en un gran escritor. Zapatero a tus
zapatos.
No Público.es
Nenhum comentário:
Postar um comentário
”Sendo este um espaço democrático, os comentários aqui postados são de total responsabilidade dos seus emitentes, não representando necessariamente a opinião de seus editores. Nós, nos reservamos o direito de, dentro das limitações de tempo, resumir ou deletar os comentários que tiverem conteúdo contrário às normas éticas deste blog. Não será tolerado Insulto, difamação ou ataques pessoais. Os editores não se responsabilizam pelo conteúdo dos comentários dos leitores, mas adverte que, textos ofensivos à quem quer que seja, ou que contenham agressão, discriminação, palavrões, ou que de alguma forma incitem a violência, ou transgridam leis e normas vigentes no Brasil, serão excluídos.”